Ayer estuve en Madrid. Ida y vuelta en el mismo día (ya se sabe, cosas de trabajo) Lo mejor: ver a los amigos y compañeros, besos y más besos, y abrazos, y mejores deseos. Lo peor: largas reuniones en una sala enorme sin aire acondicionado y tres ventiladores para 90 personas (¡tres!), una botellita de agua de 1/2 litro por persona (¡viva la austeridad!), y mucho, mucho sueño, que eso de levantarse a las 5am para coger una avión, es horroroso.
La comida fantástica. Un bar económico y sabroso, del que no recuerdo el nombre y menos dónde estaba situado. La variedad del menú, tamaño de las raciones, servicio excelente y precio económico, hará que vuelva, pese al par de kilos que he ganado, seguro. Por 8'50 € tallarines carbonara de 1º y pollo al ajillo con patatas fritas de 2º, café del tiempo y zumo de naranja natural de postre). Bueno, ya sé, tan mal no suena.
Largo día y grandes aprendizajes... espero.
Ya en el aeropuerto, que llegamos sobre las 9, nos aventuramos a conseguir la tarjeta de embarque en unas maquinitas tipo cajero. Y claro, como era de esperar, lo conseguimos, digo, casi. Todo fue muy rápido, pero en las dichosas tarjetas no aparecía ningún número de asiento. Total que, después de pasar por las maquinitas para ahorrar tiempo, nos tocó dirigirnos a una ventanilla. Y nos dieron otras.
Tras pasar por donde te cachean (a mí no, sí a mi compañera), llegamos al Duty Free, y me compré 2 frascos de perfume Moschino, de 45 ml. por 38 euritos. Y por que no tenía más tiempo. Es uno de mis lugares preferidos, una perfumería. Ummm. La pena es que los españoles no podemos comprar tabaco, libre, claro está, de impuestos.
Y después nos dirigimos a buscar nuestra sala de embarque, la E-75 (a tomar por c…) Media hora después arribamos a nuestro primer destino, la sala de espera. Atardecía, los aviones descansaban en la pista. Por fin avisto uno de esos horribles y sucios lugares destinados a los fumadores. Saco mi pitillo antes de acercarme, y me da una tos de mil demonios. Joder… tendré que esperar. Guardo el cigarrillo, saco el bocata de tortilla (perdí mi glamour hace unos días) y me como la mitad mientras esperamos.
Por fin a las 10 abren el mostrador, pasamos, por fin, al avión, que no tarda más de media hora en despegar. Debimos caerle bien a la chica del mostrador, pues nos asignó asientos en primera clase (¡!). Es la primera vez que viajo así, y tampoco hay gran diferencia: un sandiwich rancio y agua caliente con hielo. Viajamos mejor a la ida, en la puerta de emergencia, porque el espacio es bien amplio.
El tipo, me refiero al capitán, hace una serie de maniobras increíbles (sobre todo para una ignorante en las artes de la aviación como yo) que me animan a olvidarme que estoy dentro de este frágil y ruidoso cacharro. Y miro por la ventana. No puedo guardar en mi cámara las pruebas de lo más bonito que he visto en mucho tiempo (el cielo azul marino, sin estrellas, una franja naranja y otra azul turquesa en la línea del horizonte, y millones de luces allí abajo, formando increíbles dibujos con vida propia) porque la luz de "manténgase con el cinturón abrochado" sigue encendida. Así que ni pensar en hacer una fotico.
Y poco a poco, entre giro y pirueta, llegamos a Valencia (hogar, caluroso y húmedo hogar), caminamos 15 minutos para llegar a la salida (me ahogo, tengo que dejar de fumar), hacemos una cola de 10 minutos para coger un taxi, y un taxista chiflado que iba a 160, que se ha saltado no menos de 10 semáforos, y 15 euros después, llegamos a casa, donde nos esperan unas camas calientes, ni pizca de brisa, un gato histérico (al que le voy a dar una paliza un día) y, por fin, ahora sí, el último cigarrito del día.